La política argentina, con su asombrosa capacidad para devorar certezas, nos ha regalado un nuevo capítulo de su manual de paradojas. Hace menos de dos años, una fuerza disruptiva se alzaba con el poder prometiendo el fin de una era. Ayer, esa misma fuerza recibió un golpe de una dureza inesperada en el corazón del sistema, la provincia de Buenos Aires. El triunfo de Axel Kicillof por 46% a 33% no es simplemente una estadística electoral; es un acontecimiento que pulveriza varios mitos construidos en el vértigo de los últimos tiempos y nos obliga a todos, oficialismo y oposición, a formular la pregunta más incómoda y necesaria: ¿Y ahora?
El primer mito que se desvanece es el de la invencibilidad presidencial. Se había instalado la idea de que el apoyo a Javier Milei era un cheque en blanco, un pacto de fe incondicional inmune a los rigores de la gestión. La elección bonaerense demuestra que ese apoyo es, en realidad, un crédito condicionado y con una tasa de interés altísima. El segundo mito derrumbado es el del cambio cultural irreversible, esa noción de que la sociedad estaba dispuesta a tolerar cualquier sacrificio en nombre de una promesa futura. Las urnas del conurbano, en particular, emitieron un mensaje más terrenal y urgente: la paciencia tiene un límite y el malestar económico es un factor que la política subestima bajo su propio riesgo.
Finalmente, y quizás el más resonante, es la caída del mito de un peronismo terminal. Apenas dos años después de dejar el gobierno en medio de una profunda crisis, atomizado y sin un liderazgo claro, el movimiento demuestra una vez más su extraordinaria resiliencia, al menos en su formato bonaerense. Lo que lo trae de vuelta no es solo el tropiezo ajeno; es la astucia de un gobernador que supo leer el escenario. La arriesgada apuesta de Axel Kicillof por desdoblar la elección fue una jugada de alta política que le permitió aislar su gestión, maximizar el poder de su estructura territorial y, finalmente, erigirse como el gran ordenador de un espacio que lo miraba con desconfianza. Hoy, el peronismo entero mira hacia La Plata. «Para Axel, la conducción», coreaban anoche. Quizás estemos asistiendo al nacimiento de una nueva centralidad, ya no necesariamente apellidada kirchnerismo.
El desafío, ahora, se traslada por completo a la Casa Rosada. La reacción inicial del Presidente, prometiendo «no retroceder ni un milímetro» y «acelerar el rumbo», es una declaración de principios, pero también un encierro estratégico. Negarse a interpretar la magnitud de un voto castigo en el distrito que representa a casi el 40% del país puede ser visto como una muestra de convicción, pero también como un peligroso acto de ceguera política. El gobierno se enfrenta a un dilema complejo: rectificar el rumbo y arriesgarse a mostrar debilidad, o profundizarlo y arriesgarse a un aislamiento aún mayor.
Así las cosas, el día después nos encuentra con un escenario reconfigurado. Un gobierno nacional que debe gestionar una economía delicada ahora con su legitimidad política cuestionada en las urnas. Y una oposición que, por primera vez, tiene un líder consolidado, con poder territorial y una victoria contundente bajo el brazo. La pregunta sobre el futuro ya no admite respuestas simples. ¿Tendrá el oficialismo la capacidad de leer lo que ocurrió y recalibrar su estrategia, o la soberbia de la derrota lo empujará a una huida hacia adelante? Lo único cierto es que el tablero político de ayer ya no existe. Y la gobernabilidad de los próximos dos años se juega, íntegramente, en la respuesta a esa pregunta.