Lázaro Báez, el ex empresario estrella del kirchnerismo, advierte que su encierro en Río Gallegos bordea la tortura: filtraciones, goteras, aislamiento absoluto. Pide que lo devuelvan a su casa para cumplir la condena, antes de que su cuerpo ceda.
El drama se escribe en celdas diminutas: sin luz natural, sin ventilación suficiente y con techo que gotea. “Cae agua del techo de su celda”, alertan sus abogados, que presentaron un recurso ante la Casación. Báez tiene 68 años, padece diabetes, asma e hipertensión. Aseguran que la comida que le sirven llega fría, en horarios despreciables, y que permanece más del 90 % del tiempo encerrado.
El Servicio Penitenciario replica que las condiciones son las normales, que hubo una filtración por rotura de un termo tanque “propio de la zona” y que fue reparada en 48 horas. Pero su defensa retruca que vive en un “buzón” o “leonera” —expresiones que expresan el horror de su confinamiento— sin baño completo, sin ducha digna, sin contacto humano.
En junio, un giro político lo llevó de la mansión en El Calafate —donde gozaba de prisión domiciliaria— a la cárcel común: la Corte dejó firme su condena y el Tribunal Oral Federal ordenó su traslado inmediato. Desde entonces, su defensa ya no solo pelea por beneficios, sino por sobrevivir.
“Lo están exponiendo a un estado desesperante”, advierte la abogada Nicoletti. Ella insiste: la privación prolongada de luz, aire y dignidad es contraria a leyes nacionales y tratados internacionales que prohíben los tratos crueles e inhumanos.
Afuera del laberinto judicial, el eco es político. Báez siempre fue más que un condenado: fue un símbolo de la relación entre obra pública y poder. Hoy, ese símbolo acusa que la justicia lo somete a una lenta agonía carcelaria mientras pide un regreso al hogar con tobillera electrónica como medida de humanidad.
La pregunta inevitable queda flotando: ¿serán priorizados sus derechos humanos o se transformará su cuerpo en una advertencia silenciosa de hasta dónde puede llegar la venganza política?