Madre de dos hijos desaparecidos, defensora y activista de los derechos humanos, militante kirchnerista, multipremiada en el mundo, procesada por malversación de fondos públicos, siempre visceral, siempre controversial, la titular de la Asociación Madres de Plaza de Mayo falleció a sus 93 años

Murió, a los 93 años, Hebe. Murió una mujer que no necesita apellido. Había nacido como Hebe María Pastor el 4 de diciembre de 1928 en una casa de clase media, en una familia sencilla de un barrio obrero de Ensenada, provincia de Buenos Aires. Murió como Hebe de Bonafini, este domingo por la mañana, a las 9:20, en el hospital Italiano de La Plata, donde estaba internada desde hace unos días. Su hija, Alejandra Bonafini, fue la encargada de comunicar oficialmente la noticia. En el comunicado agradece los cuidados recibidos, especialmente por parte de los profesionales del Hospital Italiano donde Hebe de Bonafini se atendía y donde había estado internada varias veces, y pide respeto a la necesidad de la familia de llorarla en la intimidad. A la vez, avisa que el lunes comunicarán los dónde tendrán lugar los homenajes y despedidas.

Hebe de Bonafini fue una activista por los derechos humanos, una luchadora por la tríada Memoria, Verdad y Justicia, titular de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, convertida con los años en un actor político afín al kirchnerismo, una militante de fundamentos encendidos, de declaraciones enérgicas, una próspera proveedora de titulares periodísticos, una usina de tensión al debate ideológico. Murió también procesada y envuelta en polémicas.

Murió después de que las redes sociales anunciaran su muerte más de una vez. Murió después de que su biografía de Wikipedia mutara de “activista” a “vieja, lacra, decadente y senil”. En una de sus últimas declaraciones públicas, entendió que esta intervención de su perfil virtual obedecía a “las ganas que tienen algunos de que me muera”. Anunció, a su vez, que iniciaría acciones legales por la difusión de estos calificativos despectivos. Si hay algo de lo que Hebe de Bonafini puede presumir es que nunca se calló. Nunca esquivó la discusión. Incurría en la desmesura, en la exaltación. Se convirtió en una voz de referencia, en un foco de opinión, en un termómetro político, en un derrotero de declaraciones entrecomilladas. Uno de sus últimos títulos fue dirigido a Alberto Fernández: “Hable lo menos posible porque cuando lo hace es una desilusión”, enfatizó, quien ya había exigido la renuncia del presidente luego del intento de magnicidio contra Cristina Kichner.

Hace solo una semana había participado de la inauguración de una muestra de fotos que se hizo en su honor en el Centro Cultural Kirchner (CCK). La exposición se llama “Hebe de Bonafini, una madre rev/belada” y se nutre de imágenes que recorren su vida “desde su infancia y juventud hasta su militancia”, informó el organismo de derechos humanos de las Madres de Plaza de Mayo.

La asociación que de la que fue una de las iniciadoras y que buscaba visibilizar y sembrar conciencia sobre la desaparición de personas durante la última dictadura cívico militar dice que sus consignas están cargadas de principios. Después de más de cuarenta años de lucha, debieron explicar que ya no son un organismo de derechos humanos: “Somos una organización política, ahora con un proyecto nacional y popular de liberación”. Una declaración que la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo desde 1979 defendía desde sus discursos, desde su proselitismo, desde sus manifestaciones públicas. Una postura radicalizada que contribuyó a escindir la organización en dos y a la creación de otro: Madres de Plaza de Mayo, Línea Fundadora, de posiciones más moderadas.

Hebe, esa mujer con un pañuelo blanco en la cabeza que hablaba loas del Che Guevara, Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales, y a organizaciones terroristas como la ETA o las FARC, que ofrecía su apoyo a las comunidades aborígenes, que evidenciaba su contrapunto con el neoliberalismo y el FMI, que vociferaba a favor de la lucha revolucionaria de los pueblos, no terminó la escuela primaria porque en su familia no había plata para pagar el boleto de colectivo. Hija de Francisco Pastor y de Josefa Bogetti, le decían Kika, la atacó el asma de niña y la diabetes de grande, aprendió a caminar y a hablar antes de lo previsto. Se crió en el barrio El Dique, en las afueras de La Plata. “A mí me decían ‘niña regadera’, porque hablaba todo el tiempo, preguntaba, intervenía. Antes se acostumbraba que a los chicos, cuando estaban los mayores, se los mandara afuera. Y yo me metía, quería saber todo, lo que se contaba y lo que no”, dijo en una entrevista publicada por Gatopardo.

Dejó la escuela pero empezó a estudiar costura y baile español con castañuelas obligada por su madre. “A mi mamá el pasado le molestaba, ella tiraba las fotos y yo las guardaba”, relató en una de sus últimas entrevistas, y agradeció ver su vida retratada junto a sus hijos porque, afirmó, “me olvidé de quien era el día que ellos desaparecieron; nunca más pensé en mí”. Bonafini recordó que en su infancia “era normal que no hubiera ciertos derechos, como las vacaciones o los sindicatos”, pero dijo que tuvo una “niñez alegre donde uno aprendía a disfrutar de las pequeñas cosas”. Fundó, sin propósitos codiciosos, una cooperativa familiar de ponchos y suéters. Se puso de novia a los 14 años, el 29 de diciembre de 1942. Su pareja, Humberto Alfredo Bonafini. Se casaron y se dedicó a ser ama de casa. Tuvieron tres hijos: Jorge Omar, Raúl Alfredo y María Alejandra. Solo vive la hija la menor. Humberto falleció a los 57 años, en septiembre de 1982. Sus otros dos hijos, simplemente, dejaron de estar, fueron víctimas de desaparición forzada durante la dictadura.

A Jorge Omar lo secuestraron de su domicilio en la calle 24 esquina 56 en la ciudad de La Plata el 8 de febrero de 1977: tenía 26 años, era profesor de matemáticas, cursaba la carrera de física en la facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de La Plata, era ayudante en dos cátedras y militaba en el Partido Comunista Marxista Leninista. “Unos días antes habían matado a unos chicos en la esquina de mi casa -contó la activista en la edición 48 del ciclo Mateando con Hebe de Bonafini-. ‘Ay Dios mío, pobre madre, tiene a sus hijos ahí tirados y no lo sabe’, pensaba. Viene mi hijo Jorge y me dice ‘mamá vamos a poner la radio que parece que los militares van a dar un comunicado’. Se pusieron tan mal, tan mal que yo les decía ‘pero chicos no es tan grave’. ‘No mamá, no sabés lo que es esto’, me respondieron”.

La dinámica familiar de los Bonafini había cambiado estrepitosamente en marzo de 1976. “Corridas, gente que se llevaban, compañeros que había que cambiar de lugar, chicos a los que había que llevarles la comida. Fue muy trágico. Nunca pensás que estas cosas te van a pasar hasta que nos pasó”. A Jorge lo golpearon y torturaron en su casa en el marco de un operativo ilegal de detención y posterior desaparición forzada. Desmayado y encapuchado, lo subieron a un auto. Vecinos vieron cómo se lo llevaban.

Cambié como persona el mismo momento en que me dijeron ‘no lo encontramos a Jorge’. Mi casa se transformó en otra cosa”, expresó. La casa se transformó en una guardia permanente y ella en una mujer desesperada, iracunda. Recorría morgues, psiquiátricos, juzgados, comisarías buscando respuestas. Su hijo Raúl la llamó y le dijo que la quería verla en el Hospital de Niños. Tenía el pelo corto, la barba tupida, la piel pálida. Lucía como un clandestino. Coordinaron una visita a un abogado que les recomendó presentar un hábeas corpus para denunciar la desaparición. Llovía esa noche. Estaban con María y Humberto en el auto. “El abogado no lo quiso ni redactar. Lo dictó para que lo escribiéramos nosotros. Lo hicimos con un papel que teníamos en el auto. Escribimos el primer hábeas corpus y lo fuimos a llevar. Ahí empezó la odisea”, relató.

Comenzó una búsqueda sin razón, sin ton y sin pistas. “Todos me decían ‘no puedo, no sé, voy a averiguar’. Los hábeas corpus no los recibían y si los recibían no daban comprobante. Iba a la policía y no me daban bolilla. Los curas me decían ‘bueno señora, quédese tranquila, rece’. Ya no tenía a dónde ir”. En un juzgado se encontró con una mujer que tenía el mismo tapado que ella. Empezaron a hablar: lo habían comprado en el mismo lugar, habían aprovechado la misma oferta y a ella también le faltaban hijos. Ese encuentro fortuito fue la raíz de las marchas de los jueves en la Plaza de Mayo.

La falta de respuestas en La Plata la obligó a indagar en la ciudad de Buenos Aires. Asistió sola y temprano a las oficinas del Ministerio del Interior. No la atendieron, no la quisieron atender. Pero se quedó. Tal vez mañana tendría otra suerte. Reservó una habitación en el Hotel Leté del barrio de Once. “Estaba todo pintado de color verde, horrible, sucio, pero era lo que había”, describió. No pudo dormir esa noche. Una cadena de ruidos y gritos la despertaron. Salió a la puerta de la habitación y corroboró que los estruendos y los alaridos no la habían despabilado solo a ella. Una mujer también se asomó curiosa al pasillo. Hablaron: le preguntó primero si había escuchado lo mismo y después si quería un mate. Le terminó contando que había viajado desde Gualeguaychú para denunciar la desaparición de su hijo Humberto. Se llamaba Aurora Fracarolli. Murió, 29 años después, el martes 12 de septiembre de 2006.

“Hay que ir a lo de Graselli, a la iglesia de la Marina. Ahí saben todo”. Emilio Graselli era por entonces el ex capellán mayor de las Fuerzas Armadas. Las madres de desaparecidos hacían cola en su capilla para preguntarle por el paradero de sus hijos. Tomaba nota, armaba un listado, prometía, hacía preguntas, a veces daba alguna respuesta. Su nombre se había difundido como un faro de información, como un recurso útil. Hebe y Aurora fueron a verlo juntas y separadas, una, dos, tres veces. “Siempre nos revisaban la cartera y la ropa. Un día nos revisaron hasta los zapatos y ella me dijo: ‘Basta, basta, no vengamos más, este tipo es un hijo de puta’. Ahí fue cuando Azucena Villaflor dijo ‘vamos a la Plaza con una carta para Videla’”.

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